martes, 29 de enero de 2008

Las condiciones de vida de los mineros.S.XIX

EMILE ZOLA

GERMINAL
LAS CASAS

En la casa de los Maheu, en el número 16 del segundo cuerpo, no se había movido nadie. Espesas tinieblas envolvían la única habitación del primer piso, como abrumando bajo su peso el sueño de los seres que se adivinaban allí, amontonados, con la boca abierta, destrozados por el cansancio. A pesar del frío intenso del exterior, el aire enrarecido tenía un calor vivo, ese aliento caluroso de los cuartos que huelen a ganado humano.

Las cuatro sonaron en el cu-cu de la sala del entresuelo. Pero nadie se movió; continuaba oyéndose la respiración de los que dormían, acompañada de sonoros ronquidos, hasta que de pronto se levantó Catalina. Tan cansada estaba, que había contado, por la fuerza de la costumbre, las cuatro campanadas del reloj que oyera a través del suelo de tablas, sin tener ánimo para levantarse, ni aun para despertarse completamente. Luego, con las piernas fuera de las sábanas, tentó, y acabando por encontrar los fósforos, frotó uno y encendió la vela. Pero siguió sentada en el borde del colchón, con la cabeza tan pesada, que se le iba para uno y otro lado, cediendo a la invencible necesidad de volver a dormir.

La vela alumbraba ya la habitación, que era cuadrada, con dos ventanas, y estaba ocupada con tres camas. Había también un armario, una mesa y dos sillas viejas de nogal, cuyo oscuro color se destacaba fuertemente del fondo de la pared, pintada de amarillo claro. En la pared se veían ropas colgadas de clavos, y en el suelo un cántaro junto a un cuenco de barro que servía de palangana. En la cama de la izquierda, Zacarías, el hijo mayor, mozo de veintiún años, estaba acostado con su hermano Juan, que acababa de cumplir once; en la de la derecha, dos pequeñuelos, Leonor y Enrique, la primera de seis años y el segundo de cuatro, dormían uno en los brazos de otro, mientras que Catalina compartía la otra cama con su hermana Alicia, tan pequeña y endeble para tener nueve años, que ni siquiera la hubiera sentido, si no fuese porque se le clavaba a menudo en las costillas la joroba de la enferma. La puerta vidriera estaba abierta, y por ella se veía el corredor y una especie de antesala, donde el padre y la madre ocupaban otra cama, junto a la cual había sido necesario instalar la cuna de la más pequeña, Estrella, que tenía tres meses no cumplidos.

Al fin, Catalina, hizo un esfuerzo desesperado. Se estiraba, crispaba las manos y se tiraba de los cabellos rojizos, y tan enmarañados, que se le venían a la cara. Era muy delgada para los dieciséis años que tenía; no enseñaba, fuera de la especie de funda que le servía de camisa, más que unos pies azulados, como tatuados por el carbón, y unos brazos delicados, de una blancura de leche, que contrastaban grandemente con el color de la cara, cuyo cutis estaba ya estropeado por el continuo lavarse con jabón negro. Otro bostezo le abrió la boca, un poco grande, con unos dientes magníficos en medio de la palidez clorótica de las encías, mientras que los ojos le lloraban a fuerza de quererse abrir, dándole una expresión dolorosa, que parecía hinchar de fatiga su desnudez entera.

Aquellas casas de ladrillos, hechas con gran economía por la sociedad minera, tenían unos tabiques tan endebles, que todo se oía. Vivían apiñados; no había medio de ocultar ni el más, pequeño pormenor de la vida íntima, ni siquiera a los pequeños. Unos pesados pasos habían hecho crujir la escalera; luego se oyó como el ruido de una caída en blando, seguida de un suspiro de satisfacción.


EN LAS MINAS

Todos atacaban la veta a fuerza de pico; luego, cuando de ese modo habían desprendido por abajo la capa de mineral, practicaban dos hendiduras verticales y desprendían el pedazo, formando palanca por la parte superior. La hulla estaba blanda, y los pedazos se desmoronaban, cayendo por su vientre y sus piernas. Cuando aquellos pedazos, contenidos por los tablones, se amontonaban debajo de ellos, los obreros casi desaparecían, quedando como emparedados en la estrecha hendidura.

Maheu era el que más sufría. En la parte de arriba, la temperatura subía hasta treinta y cinco grados, el aire no circulaba, y a la larga, el ahogo y la sofocación se hacían mortales. Para ver bien, había tenido que fijar la linterna en un clavo cerca de su cabeza; y aquella linterna, que le calentaba el cráneo, acababa de hacerle arder la sangre. Pero su suplicio aumentaba principalmente a causa de la humedad. La roca, por encima de él, a pocos centímetros de su cara, chorreaba agua, gotas gruesas, continuas y rápidas, que corrían, produciendo una cadencia acompasado al caer siempre en el mismo sitio. Por más que torcía el cuello y volvía la cara, las gotas le caían en la frente, en los ojos, en la boca, sin interrumpirse ni un momento. Al cabo de un cuarto de hora estaba mojado y cubierto de sudor al mismo tiempo. Aquella mañana, una gota que le había caído en un ojo le hacía jurar. No quería dejar el trabajo; golpeaba incesantemente con el pico, que hacía chocar contra las dos rocas, como una pulga cogida entre dos hojas de un libro y amenazada de que la aprieten para estrujarla.

No habían cruzado ni una sola palabra. Todos golpeaban con los picos, y no se oía más que aquellos golpes irregulares, que parecían proceder de algún lugar lejano. Sonaban roncamente y sin producir eco alguno en aquella atmósfera enrarecida y pesada.

Y parecía que la oscuridad tenía una negrura desconocida, compacta a causa del polvillo que se escapaba del carbón, y más pesada aun por el gas que abrumaba los párpados. Las mechas de las linternas, por encima de sus casquetes de tela metálica, no proyectaban más que alguno que otro puntito rojo. No distinguía nada; el pozo se abría, subiendo como el caño de una chimenea achatado y oblicuo. Sombras espectrales se agitaban en la oscuridad, y los escasos reflejos de las linternas dejaban entrever aquí y allá la redondez de una cadera, la sombra de un brazo, o una cabeza despeinada y sucia.

Zacarías, con los brazos cansados del abuso de los placeres de la víspera, dejó pronto el trabajo, con el pretexto de beber, lo cual le permitía descansar un poco, silbando entre dientes, y entornando los ojos perezosamente. Detrás de los cortadores de arcilla quedaban desocupados unos tres metros de veta, sin que hubieran tomado todavía la precaución de revestirla de madera, preocupándoles poco el peligro, y deseosos de ganar tiempo.